sábado, 7 de febrero de 2009

POLE POLE


"Pole pole". Despacio, despacio. Y tres litros de agua al día. Nuestro guía, Godfrey, un negro fibroso y con cara de pocos amigos, aunque muy profesional, parece mi urólogo. Se juega el prestigio con cada cliente. Quiere llevarnos a la cumbre. Asegura tener un 98 por 100 de éxito con sus clientes. Cualquiera lo diría con el personal que trepa por aquí. Tipos con kilos y años de más, sudorosos e hiperventilando. El trekking del Kilimanjaro es una actividad casi para todos los públicos si se han hecho los deberes previamente, es decir, si se ha sustituido el "sillón-ball" por algo de gimnasio, bici, caminatas por el monte y una razonable relación con la báscula. Y si uno se quita la obsesión por la cumbre y disfruta de los extraordinarios paisajes que regala el volcán. Elegimos la ruta Machame, más larga pero menos frecuentada por los turistas, que rodea el Kibo, la mole pétrea donde se encuentra Uhuru Peak, el punto más alto del Kili. Con sus continuos sube y baja, también es la mejor opción para aclimatarse a la altura.


El primer día ya duermes a 3.000 metros después de cruzar la espectacular selva húmeda, que te ensaliva pero no te envía una hueste de insectos a comerte, lo cual es de agradecer. Cada vez que subes de piso parece que llegas a un mundo distinto, de la selva al brezal y el páramo, con sus senecios y lobelias gigantes, y de ahí a una desolación volcánica parecida a la de las cañadas del Teide.


Nos acompaña un pequeño "ejército" de siete personas: dos guías, un cocinero, un camarero y tres porteadores. Nosotros cargamos con una mochila con la ración de agua del día, barritas energéticas, ropa de abrigo y la cámara de fotos. Los "porters" salen después de recoger el campamento, nos adelantan a toda hostia llevando unos bultos inverosímiles sobre la cabeza y, cuando llegamos a meta, ya han instalado todo. Por la noche, en una pequeña tienda comedor, cenamos arroz, pollo y verdura y comentamos las incidencias del día mientras Livingstone, el "waiter", nos enseña suajili. Después, a la luz de una vela, escribo mi diario, aunque el frío no tarda en empujarme al saco. No puedo decir que duerma a pierna suelta. La altitud no ayuda.


Un bosque de senecios nos recibe junto a Barranco Camp, final de una soberbia etapa en la que hemos alcanzado los 4.530 metros de altura para luego descender. Una inversión en aclimatación. Hemos disfrutado de las soledades volcánicas lejos de los turistas, a los que dejamos atrás al más puro estilo gorda-de-la-ruta-del-Cares. Al llegar al campamento la niebla vespertina ha cedido, descubriendo parte del Kibo, un coloso que parece inalcanzable, aunque sólo nos separan 2.000 metros de la cima.


Hemos añadido un día más a la ruta, con parada en el valle de Karanga, para intentar asegurarnos el éxito. La decisión ha tenido premio no sólo desde el punto de vista práctico. En Karanga, la temperatura suave nos ha hecho disfrutar de un atardecer mágico. A un lado, el Kibo librando su eterna lucha con la niebla; a otro, el monte Meru y la llanura tanzana bajo un sol crepuscular. En cielo nacían las nubes, cambiaban de forma y desaparecían en jirones.


23:30. Hemos empezado el ataque a la cima. Pole pole. No se ve un pijo, y aunque Godfrey va abriendo camino, tengo que llevar la linterna frontal encendida. A las tres de la mañana he superado mi récord de altitud, los 5.100 metros que alcancé en el Himalaya en el 96. Me duele la cabeza y en una de las paradas para beber (muy cortas, para no enfriarnos) me he metido un pastillazo de codeína. Un pobre remedio, creo. Por detrás de nosotros una hilera de focos serpentea en la oscuridad de la arista. Abajo se ven las lucecitas de Moshi y otros pueblos de la llanura. Me pregunto si habrá alguien allí que esté pensando en la batalla que se libra en la montaña. Algunos ya la han perdido. Nos hemos cruzado con un guía que llevaba de la mano a una mujer tambaleante de vuelta al campamento. Otro tipo está sentado en una roca negociando el armisticio. Dice que se marea y está helado. Javier, mi socio, confesaría más tarde que sufrió alucinaciones. En cada roca del camino veía una sucursal de El Corte Inglés. Cerca de las 6 de la mañana siento que la altitud y la oscuridad me aplastan contra el suelo. Miro al este, en busca del amanecer, de la luz de la esperanza. Raymond, el otro guía que nos acompaña, exclama: Don't sleep! Estoy parado, apoyándome en los bastones. ¿Estoy durmiéndome? Un gallego al que encontramos después nos dijo que había tenido lagunas durante la ascensión. La cabeza se le había quedado ladeada. Probablemente la inercia guió sus pasos allí arriba mientras apoyaba el mentón en el pecho. Miro a Raymond y trato de tranquilizarle con una media sonrisa. No sé si lo consigo. He perdido la estela de Godfrey y Javier, pero no pueden andar muy lejos. Veo una especie de collado. ¿Es eso Stella Point? Raymond asiente. Stella Point, el borde del cráter, 5.795 metros. Arranco. Si consigo llegar hasta allí, alcanzaré Uhuru Peak aunque sea arrastrándome por la trocha polvorienta.


Siete de la mañana. Los últimos cien metros de subida han sido un calvario a pesar de que el sol, por fin, ha quebrado la oscuridad dejando al descubierto un mundo deslumbrante. Castillos de hielo azul se levantan sobre el rojizo lecho volcánico y un anillo de nubes se extiende hasta el infinito por debajo del cráter del Kilimanjaro y de sus vecinos, el Meru y el Mawenzi. Cuando he visto el cartel de la cima (5.895 metros) me he emocionado. Después de cinco días de marcha y de siete horas finales de no ver más que sombras y fantasmas, de sentir cómo la mochila me echaba para atrás, de sorber mocos convertidos en escarcha, allí estaba, casi esprintando, buscando a los guías y a Javier para darles un abrazo, posando junto al destartalado cartel del techo de África.



A la bajada (3.000 metros de una tacada el mismo día de hollar la cima, y otros 1.500 la jornada última) me esperaban nuevas experiencias. Pero eso es otra historia.

5 comentarios:

Gonso dijo...

Espectacular.
Sigue viajando. Menos mal que alguien puede hacer estos viajes por mí.

Titus Jones dijo...

Que bonito. Sigue así, progresas adecuadamente

PacMan dijo...

Escalar montañas es como subirte al Dragon Khan: cuando estás subiendo te preguntas qué coño se te ha perdido en aquel lugar. Sin embargo, las historias de superación personal, como la tuya en el Kili, Mike, o la del muro del km 30 de Titus en París, subyugan a la raza humana como pocas historias son capaces de hacer. No sé si Godfrey mirará los rostros congestionados de los blancos que por allí se acercan con compasión o con desprecio; prefiero pensar que habrá algo de ADMIRACIÓN en la legión de "sherpas" tanzanos detrás de esos gestos de hombres y mujeres no siempre preparados, que no dejan de emocionar a los que esas fotos contemplamos a la vuelta. Muchas gracias por no haber tirado la toalla a 100 m. Muchas gracias por esas fotos que revelan que no renunciaste ante lo adverso de un reto como este. Parece como si algo nuestro hubiera subido contigo. Como si Charly hubiera hollado también el Uhuru y nos animara también a los demás a enfrentar otros retos...

PacMan dijo...

Por cierto Titus: ¡Vaya cambio de imagen! El sombrero te sienta bien.

Pepe dijo...

Chapeau Mike, acojonante crónica. Creo que puedo llegar a medio entender todo lo que has podido sentir.
Mi respeto y admiración más profunda a los guias, sherpas y demás. ¡Que manera de ganarse la vida!. Auténticos héroes.