martes, 21 de diciembre de 2010

DESIERTO DE PIEDRA


Cuando pensamos en el desierto enseguida nos viene la imagen de un océano de dunas, pero lo cierto es que la arena solo cubre el 10 por ciento de los desiertos del mundo (en el caso del Sahara, el porcentaje llega al 20 por 100). Y cuando pensamos en el Sahara imaginamos el inmenso brochazo ocre de la mitad septentrional de África, una gigantesca extensión de ocho millones de kilómetros cuadrados árida y vacía (con excepción de los oasis), pero no siempre fue así. Mientras en la era Cuaternaria se sucedían las glaciaciones en Europa , en África, y concretamente en lo que ahora es el Sahara, se gozaba de un clima húmedo y corría el agua por los barrancos del Tassili, como ocurre ahora en las profundas gargantas del Atlas. En el Neolítico, hace 10.000 años, se produjo uno de esos periodos benignos que propiciaron el establecimiento de una población en el Sahara dedicada a la ganadería, la agricultura, la alfarería... y que sintió la necesidad de representar su mundo labrando y pintando las paredes y techos de sus refugios. Su obra (animales, escenas de la vida cotidiana, formas conceptuales) todavía pervive como un gigantesco museo al aire libre, poco conocido y visitado.



A ese desierto pétreo y laberíntico lleno de arte rupestre se dirigieron mis pasos a principios de diciembre tras escapar de la emboscada de los controladores aéreos.



El Tassili n’Ajjer, situado en el sureste argelino, cerca de la frontera con Libia, es una meseta rocosa de un tamaño superior al de Escocia. Cortado por gargantas y desfiladeros y coronado por pináculos y arcos de piedra, este plateau es un mundo fascinante y perdido habitado por el silencio, unas pocas especies vegetales relícticas (cipreses milenarios) y un puñado de reptiles y pequeños mamíferos. Durante seis días realicé un trekking en compañía de otros turistas, de tuaregs que nos servían de guías y burros que cargaban con la impedimenta. El paisaje es deslumbrante, pero no lo es menos el tesoro que se esconde en sus monumentos naturales: cinco mil pinturas que nos hablan de un lugar que fue muy diferente al que visitamos, frecuentado por elefantes y jirafas, por misteriosos dioses... y personajes con pinta de extraterrestres. Un gabacho, Henri Lhote, censó las pinturas hace medio siglo, cuando Argelia era una colonia francesa. Contemplando esas maravillas no me extrañó que los especialistas se mostraran escépticos al principio. También sucedió con Altamira, la capilla sixtina del arte paleolítico, cerrada al público para preservarla. En el Tassili no hay puertas ni candados. Una noche dormí en un abrigo rocoso lleno de pinturas y con el cielo estrellado como único techo, y no dejé de pensar en esos antepasados nuestros que habían vivido allí sin apenas respuestas, sin teléfonos móviles y sin Facebook.



La experiencia del desierto no se parece a ninguna otra. Aprendes con los tuaregs la virtud de la sobriedad: con las palabras, con el agua, con los dátiles, con la leña, con tus propias fuerzas. Los tipos caminan por la arena como los elfos por la nieve, como flotando, sin apenas hundirse. Si a cualquiera de nosotros nos dejaran en mitad del Tassili las pasaríamos putas para salir de ahí. Nuestro guía principal, Cheikh, daba un paso que valía por dos o tres míos, se movía sin mapas, brújula o gps, y encontraba fácilmente los pasadizos que llevaban a las pinturas rupestres. Una noche me propuso el siguiente acertijo: “Nace con cuernos, vive sin cuernos y muere con cuernos”. En Madrid me hubiera costado dar con la respuesta. En el desierto, a esas horas, no hay mucho donde mirar: la hoguera abajo, el dosel arriba... ¡Claro! La Luna. Le reté con un pasatiempo jodido, de esos de unir muchos puntos con pocas rayas, con ánimo de doblarle el pulso, y el tipo no paró hasta dar con la solución. Orgullo tuareg, y también talento: mucho más que el mío en su hábitat natural. Para celebrarlo me invitó a un trozo de pan crujiente que cuecen entre la tierra y las brasas, y a un té que elaboran con mimo con hojas de menta y mucho azúcar. Luego cogió una guitarra que probablemente nadie le había enseñado a tocar y, junto a sus colegas, empezó a interpretar canciones tradicionales. Muchas veces me acordé de la gente con la que me hubiera gustado compartir la experiencia, pero no de los malos rollos que dejas fuera del paréntesis: el Tassili espantó la crisis, incluso el cansancio (y el hartazgo) de un curso que acaba de empezar. Me gustaría regresar al desierto antes de que le pongan puertas y perderme en esas soledades, contemplar de nuevo al dios de los orantes y degustar un té tuareg recién hecho.

4 comentarios:

gonso dijo...

El desierto fascina y en él nos planteamos el ritmo apresurado de vida que llevamos. El silencio por la noche impone y uno descubre el verdadero significado de ver las estrellas.
Parece mentira que los paisajes actuales fueran tan diferentes en el pasado y eso debería hacernos reflexionar sobre los paisajes del futuro.
Hace miles de años un lugareño pintó un ciervo o un bisonte sobre la roca desnuda y allí siguen...
(a no ser que un puñado de patanes le pongan las zarpas encima y lo acaben de joder)

Buena crónica viajera, ya echaba yo de menos uno de tus periplos imposibles para los demás.

Titus Jones dijo...

Por fin una crónica digna de ti. Aún así me sabe a poco espero más detalles degustando una rica cerveza. El desierto y las estrellas deben despertar lo mejor de cada uno. Gracias por el post.

Pepe dijo...

Imagino que el desierto debe ser la leche y este especialmente más. También las gentes que lo habitan que deben parecerse a nosotros sólo en que compartimos el mismo ADN.

Muy buena crónica viajera. La verdad es que sabes escoger bien los sitios y también las palabras para contar lo que ves. Enhorabuena

PacMan dijo...

Grande, Mike, grande.