Hace frío. Mucho frío. Hielo en las calles. Hielo en el corazón.
Cuando llegué a mi actual corporación -así lo llaman en otras lenguas-, contaba con una experiencia solvente de trece años en el mundillo de la construcción de edificios y plantas industriales. Me sentía seguro en mis entrevistas, lleno de esperanza en el futuro y con las alforjas del saber lo suficientemente cargadas como para afrontar lo que me echaran. Había llenado el depósito en oficinas y obras de diversos lugares: Madrid, Toledo, Marruecos, Tarragona, Huelva. La siguiente parada tocaba ya. Caí de pie en lo que ahora llaman un equipo "multidisciplinar" de técnicos de distintos pelajes y experiencia. Desde los más sabios, con un pie al otro lado de la tan deseada jubilación, hasta los más tiernos. Se me acogió con cariño en una empresa en que Trini trae el café a pie de mesa a las 9 de la mañana, que premia a los hijos de sus empleados con concursos de dibujo y pintura, que organiza fiestas de Papá Noel con regalos que prenden caritas de sonrisas, que refuerza el espíritu de equipo participando en carreras por la Castellana, que responde ante cualquier solicitud de préstamo hipotecario, que siente a su gente. En definitiva, una empresa como las de antes.
A lo largo de estos años, mis hijos crecieron: se me han hecho casi tan grandes como yo. Todos hemos crecido en numerosos aspectos. No obstante, los años no pasan en balde. Cada vez que me levanto a las 6:25 de la mañana, se me ocurren menos razones para sentarme al lado izquierdo de la cama y pasar de 0 a 100 entre el primer pis del día, el afeitado con sus legañas, colocarme los plásticos sobre las corneas y la ducha entre glacial y abrasadora (que la regula el diablo que recorre las tuberías de mi casa). Me miro en el espejo del tiempo y observo que asoman más y más canas mañaneras. Esas canas entrelazadas con las entradas que arrastro desde que vagaba, casco en testa, por entre las montañas de cemento pulverulento de aquella fábrica donde me encontré a mí mismo. Porque el casco deja huella. Todo ese saber y todos esos años han pasado irremediablemente.
Ahora me dicen que hay que cambiar. Que nos van a llevar a un lugar mejor. Que se prepara un gran cambio de actitud empresarial y estamos convocados a seguir ese nuevo rumbo. Lo han cacareado en "Radio Makuto" desde hace meses y no nos lo creimos. ¿Julián Camarillo? ¿Dónde hostias...? Pero ahora se acerca la fecha -indeterminada pero inminente- y hay que estar preparados. Medios internos y externos han sido movilizados en pos del objetivo de reunir a un colectivo de casi 700 personas repartidas en ocho edificios más o menos en el centro de la ciudad, y darles un único cobijo en una sede moderna. No quiero pensar en lo que va a costar la operación, en los quebraderos de cabeza que van a causar los desajustes logísticos de trasladar a esas personas, con sus máquinas computadoras a cuestas, sus impresoras, sus archivos personales y de departamento, sus lápices de colores y las fotos con sus mujeres cuando se conocieron.
"Cada cambio es siempre a mejor". Es una frase que me soltó un psicólogo de empresa, de esos que te radiografían el alma al hacerte la entrevista de entrada. Y no cambié en aquella ocasión. Y seguro que hice bien. Entonces ya era escéptico con las frases de manual como esas, y me ratifico: los cambios a veces no son a mejor. Aunque racionalmente llevo un año preparándome, anímicamente no he sido capaz de vencer la inercia y confieso que tengo miedo de que todos perdamos esa identidad que ahora disfrutamos. Temo que cambien a Trini por una máquina de café que te muele el estómago más que a los granos. Temo que ya no haya más carreras populares, ni regalos de Navidades. Temo que, aunque mis hijos ya no tienen edad para que sus dibujos salgan en los calendarios anuales, ya ninguno salga más elegido entre cientos. Temo que en lugar de a las 6:25 me tenga que levantar a las 5:15 para soslayar todas las mañanas los estreñimientos de la M-40. Temo, temo, temo.
Por eso, el frío que hace fuera no se me va del cuerpo. A ver si llega la primavera y entro en calor.
5 comentarios:
PacMan, lo que se me ocurre da para otro post o para una larga conversación. Hemos llegado a unas edades y unas coyunturas económico-empresariales que lo que importa es sobrevivir. Ya hablaremos en la cena de los Charly. Ánimo. Si te trasladas a la zona de Julián Camarillo algunos miembros podremos quedar a comer a menudo contigo, aunque, eso sí, la broma te costará madrugar más de lo que ya lo haces.
No sé porqué los jefes se empeñan siempre en querer convencernos de que el siguiente cambio es fabuloso, imprescindible y sólo traerá bienestar y felicidad.
Efectivamente, con nuestra edad, cuesta más creerse lo de "los mundos de Yupi" prometidos y preferimos ponernos el casco o la tirita por lo que pueda llegar.
Y a la larga acertamos.
Ánimo brother; ya sé que no será lo mismo, pero vuelves casi al Barrio, y dándote un paseo puedes revisitar iconos de tu juventud.
Piensa en positivo aunque cueste, es mejor
Piensa que seréis más gente, más posibilidades de interactuar, más posibilidades de influencia para arriba, más oportunidades. Ya sabes busca los motivos que te tienen que alegrar cada día
Pacman, la vida es cambio. No es una frase, es la puta realidad. También es un hecho que el ser humano es por naturaleza resistente al cambio, prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer.
Todo depende de la actitud que tengamos ante lo que nos ocurre, y que queramos de verdad ver las amenazas y los cambios como oportunidades de hacer nuevas cosas.
Esto es sin duda lo más dificil pero lo más adpatativo. No se trata de vivir amargado los años que nos queden porque las cosas cambien. Queramos o no, lo van a seguir haciendo.
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