sábado, 8 de agosto de 2009

MAR ANTIGUO

Asomado al Mediterráneo en Fira, uno de los pueblecitos blancos y azules de Santorini, en las Cícladas griegas, el curso cruel no existía. Simplemente, había desaparecido. Con sus ERES, traiciones, trincheras, malos rollos y cotilleos de confidenciales. Desde que regresé del Kilimanjaro las semanas habían sido asfixiantes. El trabajo no es fácil. Menos cuando ves desfilar a tus compañeros rumbo a la cola del paro y cuando se pone en entredicho el futuro de tu profesión.
Pero estábamos en Santorini.
Nunca me había planteado hacer un crucero. La razón es sencilla: las hordas. Pero este año no tenía ganas de ponerme a diseñar un viaje complicado. Así que alguien dijo en casa que por qué no un crucero. En realidad, el mar no es un obstáculo, como algunos piensan, sino una autopista de agua que ocupa las tres cuartas partes del planeta. Las hordas iban a estar ahí, pero también Venecia, Bari, Corfú, Santorini, Mykonos, Atenas, Olimpia y Dubrovnik. Un concentrado de ancestral cultura, de venerables piedras, de arte e historia, de olivos, de mitos. Para evitar molestias había que seguir un protocolo. Madrugábamos y desembarcábamos lo antes posible para evitar el calor y los embotellamientos. Regresábamos al barco antes que el pelotón. Comíamos y compaginábamos siesta con el Tour de Francia (las retransmisiones de la RAI hacen palidecer a los plastas de Carlos de Andrés y Perico Delgado, a quien Dios no llamó por el camino de la elocuencia). Después, mientras las niñas chapoteaban en la piscina y su madre leía en una tumbona, un servidor hacía una hora de gimnasio. Cuando las hordas multiculti se retiraban, a eso de las 7 de la tarde, era el momento de darse un baño. Cogimos el segundo (y más civilizado) turno de cena, a las 21:30. Antes, show en el teatro del barco, un rascacielos flotante donde conviven 3.000 + 1.000 almas (las mil últimas cuidan a las tres mil primeras), y paseíto por cubierta. Cada noche había que asistir al restaurante según instrucciones (casual o de gala). Mi uniforme de gala consistía en sustituir la camiseta por una camisa, pero la peña iba entre hortera y gay cool.
Tetáceos por un tubo.
Pero, insisto, estábamos en Santorini, frente al mar antiguo. Veo probable volver allí algún día para ver atardecer en una terraza colgada del acantilado, en buena compañía y con una cerveza helada, viendo zarpar a los cruceros e imaginando a Ulises navegando aquellas aguas, de regreso a Ítaca, sorteando marrones mientras yo me entretengo en el alivio de mis trabajos, sin prisas, saboreando cada aceituna, cada trago de cerveza, cada segundo.

2 comentarios:

PacMan dijo...

Desde Egipto no he hecho nada ni parecido a un Crucero. La moda no ha hecho mella en mi nula capacidad marinera. Es oler la mar salada y venir a visitarme Monsieur Le Mareo. Es algo personal con Poseidón. No nos llevamos. Las Islas Griegas me atraen, pero creo que me tienta más un viajecito en avión combinado con lo de la terraza de Santorini -aunque me tienta más Lesbos, por aquello del morbo-.

gonso dijo...

Grecia me llama.
Los griegos no.