26 de Septiembre de 2010. Son las 6:15 de la mañana y suena la alarma de mi reloj digital. Estoy en Berlín donde hoy me enfrento a mi undécimo maratón, prueba que no ha dejado de machacar mi cabeza todo el verano recordándome que tenía un plan de entrenamiento que cumplir a pesar del calor y de las vacaciones. Hoy saldrá el sol por Antequera y por fin pasará de mí este cáliz. Desde este día y durante una larga temporada volveré a correr por sólo placer, hasta que el maldito gusanillo vuelva a tocarme los cataplines para que lo intente otra vez. Así lleva toda la vida y supongo que no va a cambiar.
Me levanto tan pronto para desayunar y dar tiempo a hacer la digestión como mandan los cánones. Hace una noche de perros. Llueve, bueno, digamos que continúa lloviendo. Ayer sábado empezó al medio día y desde entonces no ha parado. Los charcos son considerables. Un hermoso día para la práctica de este bello deporte.
No he dormido bien esta noche. He tenido un sueño ligero y he mirado el reloj infinidad de veces. Ayer estuvimos de visita turística y he de reconocer que Berlín es una ciudad que llega, que te hace pensar por qué el ser humano puede llegar a ser tan animal. Realmente no es una ciudad bonita pero es innegable que es historia viva, historia reciente e incluso televisada con la caída del muro sin ir más lejos. Una ciudad desde la que Hitler dirigía todas las atrocidades imaginables para tratar de imponer la supremacía de la raza aria, destruida literalmente en la segunda guerra mundial y partida materialmente en dos durante veintiocho años hasta los umbrales del siglo XXI. Pero sin embargo es una ciudad que ha sabido levantarse de sus cenizas y tras la reunificación convertirse en una ciudad vanguardista y cosmopolita (alternativa, dicen), capaz de representar más que dignamente el papel de capital del estado más poderoso de la nueva Europa.
Con este caldo de cultivo y un maratón que en esta noche lluviosa afila su hacha, me ha dado por imaginar que pasaría por la cabeza de tantos soldados que a lo largo de la historia, desde Napoleón hasta bien entrado el siglo XX, han vivido en Berlín antes de una batalla, quizás su última noche. ¡Maldita sugestión, qué tontería! ¿Qué relación guardan estos pensamientos con echarse unas simples carreritas? ¡Glub!, espero que ninguna.
Bajo al comedor donde he quedado a desayunar con mis otros tres compañeros corredores. Hay otros tres más, pero se alojan en otro hotel. Este año somos siete frente a los nueve que fuimos a París y también en esta ocasión nos acompañan nuestras respectivas parientas, ellas sólo para hacer turismo. Titus no ha venido pues no se encontraba motivado en el momento de decidir si apuntarse o no. No pasa nada, ya habrá más oportunidades.
Es difícil encontrar una mesa para cuatro pues hay gente por todas partes. Dos horas y media antes del comienzo, algunos van ya en camiseta de tirantes con el dorsal puesto y la cinta del pelo en su sitio. ¡No pensarán salir así a la calle! Otros con su gorrita puesta y con cara de yankees metiéndose pa´l cuerpo unos huevos con beicon. Maratonianos everywhere: alemanes, daneses, americanos, españoles, italianos. Se palpa la tensión que a todos nos produce la hora de la verdad, pues el maratón es una prueba imprevisible y en la que el entrenamiento, aunque fundamental, no es garantía de nada.
Desayuno lo de siempre, cafelito con leche, cereales, tostada y fruta, mucha fruta. Subo a la habitación a soltar todo el lastre posible y a vestirme para la ocasión. Hoy correré con gorra para evitar que la lluvia me de en la cara, lo cual es una jodienda que ya he vivido en ocasiones precedentes. Debo pensar que me llevo para luego cambiarme pues terminaré empapado. Coloco el chip en los cordones de la zapatilla, el dorsal con los imperdibles y cojo el tubo de vaselina para untarme luego los pezones, que un día como hoy acabarán al jerez. Me miro al espejo para desearme suerte. Mi costilla duerme placidamente y no es cuestión de despertarla, ya hablaremos luego y nos veremos a lo largo de la carrera.
7:30. Nos encaminamos andando a la salida desde el hotel. Hace fresquito, pero no frío. Seguimos hablando de lo mismo mientras sorteamos las balsas de agua. Hay nervios en todos nosotros. Antes del comienzo debemos dejar en el guardarropa la bolsa para cambiarnos luego y el abrigo que llevamos ahora. Media hora andando por el Tiergarten, un parque tipo el Retiro, enorme y selvático que se encuentra en el corazón de Berlín y en el que comienza el tinglado. Según nos han contado, aquí venían los reyes prusianos a cazar tras salir de la ciudad por la mítica puerta de Brandemburgo, que da justamente a este parque. Gente ocupada ha habido en todas las épocas.
8:45. Ya hemos depositado cada uno la bolsa en nuestro guardarropa según el número de dorsal y ya juntos, los siete esforzados nos encaminamos entre la multitud a la salida, embutidos en una bolsa de plástico verde fosforito, enorme, con agujeros para brazos y cabeza y con el logotipo de Adidas por todas partes. Esto es publicidad. Participamos 40.000 personas pero la organización es perfecta. Normal, son alemanes. Parece que todo ha sido previsto de antemano. El único problema es el mogollón que hay a pesar del espacio enorme que se ha habilitado para el evento. Comprensible cuando además jarrea y quien más quien menos ha esperado al último momento para quedarse en calzas cortas.
¡Stop! Antes de nada, la foto de rigor. El propietario de la cámara busca alguien que tenga a bien hacernos la “arretrataura”. Un alemán de dos metros con un chubasquero de la organización se presta gustoso. ¡Oh no, no! dice riéndose el muchachote al ver el banderón de España que hemos colocado delante de nosotros. ¡Good luck!, nos desea a pesar de todo al devolver la cámara a su dueño. ¡Qué majete el schweinsteiger este!
9:00. Hora oficial de comienzo. Los etíopes, keniatas y tanzanos han debido salir ya, pero nosotros no hemos entrado todavía en el cajón. Así no hay quien compita. Aquí no caen paracaidistas del cielo como en el maratón de Madrid, sólo cae agua a cubos. Ni siquiera los miles de globos, con el logotipo de Adidas, of course, consiguen elevarse, antes o después todos al suelo. Carros de fuego sirve como hilo musical a este momento épico de manos frías y boca seca.
Entramos por fin en la parrilla de salida. Nos han asignado a casi todos el cajón F, supongo que para marcas acreditadas entre 3 horas y media y cuatro horas y media, o sea el montón. Desde el A hasta el E se disponen los que a la hora de comer ya estarán duchados y perfumados, alguno montado en el avión de vuelta. Además hay un cajón G, para los que se han despedido de su familia hasta el día siguiente.
Las huestes por delante ya se movilizan. Mientras caminamos lentamente hacia la línea de salida, los siete nos vamos deseando suerte con un apretón de manos con el que nos transmitimos ánimo y energías positivas, eso si las justas, no vaya a ser que al final las echemos en falta. Me quito el saco de plástico a lo Hulk Hogan y preparo el cronómetro. A partir de este momento cada uno llevará el ritmo que más le interese. Ir de prestado en el maratón es garantía de acabar malamente.
9:15. Paso sobre las alfombras que registran el paso de los chips. La sensación es la de pasar por en medio de una jaula de grillos, cientos de pitidos por segundo de los cuales uno corresponderá al trozo de plástico que llevo enganchado a la zapatilla.
El maratón de Berlín 2010 ha comenzado para mí.
Continuará…
3 comentarios:
Estoy deseando leer la segunda parte de la crónica. Que no tarde. ¡El comienzo ha sido muy prometedor!
Tensión narrativa que engancha. Has conseguido que sienta el frio y la tensión del momento.
Venga que ya estás tardando en contarnos la carrera.
Así entre nosotros, lo que he leido ahasta ahora es un plagio del mío de Paris.....veremos que pasa
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