UNA EXPERIENCIA MÍSTICA

Hace una década Pepe y yo nos aventuramos en esta prueba matahombres. No teníamos ni idea de lo que nos esperaba, aunque los dientes de sierra no auguraban nada bueno. Acabamos jodidos, pero contentos, lo suficientemente contentos como para volver al año siguiente. Más kilómetros, más calor... y la tentación de abandonar. Recuerdo un reagrupamiento en Setenil de las Bodegas después de subir una cuesta imposible, sin agua y con escenas dantescas (nunca olvidaré a un tipo enloquecido dando patadas a su bici mientras sus colegas no sabían si embutirlo en un traje de fuerza o patear sus respectivas máquinas). Yiyi, Emilio el de Mercedes y un servidor debatimos. ¿Y si le decimos a los legías que nos lleven a Ronda? Bueno, vamos a seguir unos kilómetros más, a ver qué pasa. Pasaron las horas, las rampas arriba y abajo y los juramentos en hebreo. Subí por el empedrado del tajo rondeño de noche, once horas y pico después de la salida, y sólo porque arriba me esperaban mi mujer, mi hija y los colegas, que si no me tumbo a morir. No escarmenté. Los otros, tampoco. Y así hasta 2009, aunque me faltan Pepe (ya no quiere oír hablar del asunto), Emilio (un día tuvo una revelación: "No he venido a este mundo a sufrir") ni Yiyi (es padrino en una comunión el día de la prueba). Voy a Ronda con mi cuñado, que me perderá de vista en el kilómetro uno y me esperará en el ciento uno durante un par de horas. O tres. Bueno. Esta será mi séptima participación y soy consciente de que no habrá otras siete. Seguro. Pero, por ahora, me puede la tentación de esa experiencia mística.