miércoles, 15 de agosto de 2007

EL PLANO DE LA FELICIDAD


Hay un momento en las vacaciones en el que, estés donde estés, te sientes a años luz de la oficina, los marrones, los jefes, las facturas, las miserias que inundan los titulares de prensa... La desconexión es tal que parece que has ingresado en un plano paralelo donde habita la felicidad. Puede ocurrirte contemplando una puesta de sol en Finisterre en compañía de unos amigos. O, como este verano, observando cachalotes con tu hija pequeña en las aguas de la isla de Andoya, en Noruega. El barco se movía como esas atracciones tipo péndulo que ponen a prueba los estómagos. De hecho, Conchi y Eva abandonaron la proa para evitarse tanto zarandeo. Los pasajeros que habían despreciado la pastilla antimareo potaban a discreción. Miré a Lucía y le pregunté: "¿Te mareas, hija?". Me contestó que no. Pensé que quizás aún no tiene muy claro el concepto "mareado", o que estaba excitada, como su padre, por la expectativa de ver una ballena, pero, por si acaso, no pregunté más. La espera fue larga. Una hora, o así. De repente escuchamos el resoplido. Procedía de una enorme cabeza que estaba a unos veinte metros de distancia. Horas antes había estado bromeando con Conchi sobre lo que llamamos "el mito de las ballenas". Lo habíamos intentado en Alaska (Yiyi se acordará: adivinamos apenas la cola de una ballena minke en lontananza) y en Islandia (otro pequeño cetáceo visto y no visto). Pero a la tercera fue la vencida. Los cachalotes permanecen unos cinco minutos tomando aire en la superficie y después se sumergen durante media hora a gran profundidad (unos 500 metros) en busca de calamares gigantes, su presa favorita. El instante en que la enorme cola surge chorreante y desaparece es mágico. El barco se aproximó bastante y pude grabar tomas aceptables con el vídeo (si algún día consigo una producción a la altura de Coca Soft, PacMan, prometo colgarla en el blog). Pero estaba equivocado: la revelación no fue ver a las ballenas, sino la cara de Lucía, su sonrisa, sus ojos como platos. Confirmé mis sospechas: en contra de lo que algunos piensan, los niños se enteran de los viajes. Puede que dentro de unos años mi hija no recuerde los detalles, la fecha, el lugar, los cinco cachalotes que vimos, el barco cabalgando las olas... pero estoy convencido de que el poso de la experiencia permanecerá siempre en ese equipaje que se va haciendo en la vida.

1 comentario:

PacMan dijo...

Al menos, el poso de la mirada de tu hija sí ha dejado huella en tu retina. Del viaje a Disneyland París de 2001 siempre recordaré la mirada suspendida de los niños al contemplar el Castillo de la Bella Durmiente en medio del cielo. La pureza transparente de una mirada a esas edades te sobrecoge de tal manera que ya nunca puedes olvidarla. Enhorabuena por el artículo y por el recuerdo.