lunes, 2 de mayo de 2011

LA PASIÓN CASTELLANA



Sigüenza, en el corazón de Castilla. Viernes Santo. 12:30 de la mañana. Cielo plomizo amenazando lluvia. Calles apretadas de gentes de toda condición: padres y madres del lugar con el traje de los domingos y cámara en mano, hijos pródigos que vuelven sólo de visita y se volverán a Madrid a una vida más anónima, viejas beatas de comunión diaria de dos en dos. Entre ellos, salpimentando a la población veo familias de musulmanes. Ella con el pañuelo anudado a la cabeza y él de la mano de sus pequeños vástagos que no reparan en lo pintoresco del momento. Tres africanos de auténtico ébano y dos metros de altura cada uno, parados en la intersección. Abren mucho los ojos porque esto es nuevo para ellos. Miramos al cielo de vez en cuando por si hay que sacar el paraguas. Los balcones están atestados de silencio. Una banda a lo lejos anuncia que se acercan los pasos. Cada imagen es portada a hombros por un grupo de mocetones de cara rojiza y sudorosa que el yelmo abierto permite desentrañar. Han estado entrenando para la ocasión, pues no es moco de pavo pasear al Señor o a María, la madre de Dios, por las calles empinadas de tu propia localidad. Es un privilegio y no se puede fallar. Los niños a hombros de sus padres ya los vislumbran. Ahora la banda se arranca con el himno nacional. Quizás fuera de lugar, recuerdo que somos campeones del mundo. Los nazarenos con sus capirotes infinitos nos miran sin ver. Los africanos no se pierden una. Hay un silencio entre prudente y fervoroso. Imposible no sentir cierta emoción. Para algunos tradiciones religiosas, para otros simple folklore. Se van los pasos calle abajo. La musulmana dice algo a su marido y agarra de la mano a los niños mientras se pierden entre el gentío que sigue las figuras con la mirada mientras comienza a lloviznar.



A mí, particularmente, me sigue pareciendo una celebración anacrónica. Pero el sentimiento es innegable. La imagen de la Virgen dolorosa continúa impresa en mis retinas cuando bordeamos la avenida que nos lleva al restaurante en el que nos esperan las viandas. Siento dudas en mi interior. Quizás sea porque nos apretamos una asado de cabrito en Viernes Santo, culmen de la Cuaresma. Quizás sea porque, a pesar de todo, sigo siendo cristiano y castellano viejo.

2 comentarios:

Mike Muddy dijo...

Me gusta la tradición (siempre que no haga daño a nadie) porque explica lo que somos. Y comparto la sobriedad y el sentimiento castellano.

gonso dijo...

Las procesiones me superan. He visto unas cuantas, castellanas, levantinas, madrileñas... y no me ponen. Soy impermeable a ese tipo de fervores.