Mourinho aterrizó en Chamartín con una idea muy clara, transformar el Real Madrid en algo hecho a su imagen y semejanza. Ese era su principal objetivo. La décima Champions le importaba un bledo, lo único que ansiaba era su tercera, por cuanto sería la certificación oficial al éxito de su empresa y la que le entregaría en bandeja de plata las llaves del madridismo, un pedestal sobre el que alzarse majestuoso para ser nombrado Dios del fútbol.
Y lo tuvo
fácil pues se encontró con un presidente abierto de patas dispuesto a lo que
fuera a cambio de ver sometido al maléfico e inexpugnable Barça de Pep
Guardiola. La afición también parecía ensimismada ante los aires bravucones del
mesías de Setúbal, pues parecían
encerrar la fórmula secreta para defenestrar al enemigo y devolver al Madrid al
trono perdido del mejor equipo del mundo. En un ataque de amnesia sin
precedentes, el madridismo parecía olvidar que antes de Mourinho el Madrid ya
era el mejor club de la historia.
Mou sabía
que los partidos no se ganan sólo en el terreno de juego. En eso demostró ser
un maestro de las malas artes. De puertas afuera era necesario desplegar un
potente arsenal dialéctico para incomodar a todo bicho viviente, aplicando el
viejo refrán de que a río revuelto, ganancia de pescadores. Con la sala de
prensa como centro de operaciones y su verbo políglota como proyectil,
arremetió contra el Barcelona y contra Villar, contra la UEFA, UNICEF, los
árbitros españoles y europeos, la LFP, la prensa, contra sus colegas de
profesión. Bramó contra un tipo grande como Manolo Preciado, arremetió contra
su antecesor Pelegrini y contra un tal Del Bosque. Con el entrenador del Barça,
el enemigo que osaba eclipsar su imagen de semidios, había que ser más
contundente. Había que meter el dedo en el ojo para que doliera, y si la
palabra no era suficiente para alterar el ortodoxo discurso de Guardiola,
siempre se podría pasar de los dichos a los hechos. Y ni corto ni perezoso, dio
a probar al pobre “Pito” su particular medicina.
Pero de
puertas adentro sabía que también tendría que emplearse a fondo, aplastando
cualquier indicio de sombra a su divina figura. A priori, las condiciones
parecían propicias, pues si el presidente y la afición estaban desde el
principio postrados de rodillas, ¿quien podría oponerse a su plan para levantar
su gran Real Moudrid que le convertiría en inmortal? Pronto mandó ejecutar a Valdano
y con ello cambiar el organigrama deportivo del club. Para todo el mundo
supiera quien era el puto amo no tuvo reparos en incomodar al club acusándolo
en innumerables ocasiones de pasividad en temas extradeportivos, su
especialidad. Arremetió contra la cantera, contra el entrenador del Castilla,
contra Ozil, Ramos y Cristiano, aireando trapos sucios públicamente sin
importarle el daño que pudiera causar. Acabó con la carrera de Adán, y se quiso
cargar la de Iker Casillas en un ataque de celos más propio de la madrastra de
Blancanieves. Hasta retiró a Pepe el honor de ser miembro de su guardia
pretoriana por tener opinión propia. Jamás pensó el madridista que escribe
estas líneas que Pepe le llegaría a caer simpático. Pero no contento con eso,
se inventó una nueva definición de madridista, dícese del seguidor blanco
dispuesto a hacerle una felación. El resto pasamos a la categoría de simples “piperos”.
En un buen número de ocasiones, el público del Bernabéu fue criticado por Mou
por no estar a la altura de sus expectativas. Ciertamente no dejó títere con
cabeza.
En
resumen, Mourinho apostó fuerte. Órdago tras órdago finalmente perdió la
partida, pues tantas toneladas de egoismo y de arrogancia, en las antípodas de los valores
del madridismo, sólo se sostienen si los títulos llegan a raudales. Y no fue así…
gracias a Dios. Jamás le oiremos decir que se equivocó, siempre se mostrará
como la víctima de esta historia. Nunca reconocerá su soberbia y su
incompetencia para dirigir un equipo con tanta historia. Siempre encontrará
algún club dispuesto a ofrecerle su alma y a darle manga ancha para hacer y
deshacer a su antojo.
Menos mal
que el tiempo pone a todos en su sitio. Sentémonos en la puerta de nuestra casa
y veamos el devenir de este personaje. Eso
si, esta vez y menos mal, sólo como espectadores.
Y colorín colorado,
esta pesadilla se ha acabado.